Últimamente he pensado en lo mucho
que me gusta bailar. Empecé despreciando el baile y terminé haciéndolo parte de
mi estilo de vida. Respiro salsa. Sueño rítmicamente. Alguna persona dirá que
me gusta el baile porque lleva mi ego hasta la estratosfera, y puede que tenga
razón. Justo hace una semana, una persona me dijo que yo soy un arrogante y que
sólo me gusta exhibirme, que hacía de mi baile un acto de muestra de poder; y
lo peor (o lo mejor) es que puede que sea cierto.
Me considero un loco del ritmo, en
parte porque soy músico y en parte porque soy un poco loco (como todo el
mundo). Siempre quiero aprender más, hacer más, volverme más loco con la
música. Y desde hace poco tiempo, he empezado a divertirme con todo tipo de
bailes salseros: sincronizados, estéticos, alocados, arrítmicos, caóticos,
vivos. Ahora siento que lo más importante es disfrutar, que no importa el nivel
de perfección del baile, sino el nivel de honestidad en la sonrisa.
Me gusta ver sonreír a mi pareja de
baile, saber que se divierte, saber que respira música, que siente lo que
siento, porque puedo llegar a experimentar un cariño intenso por ese baile
bonito, lleno de sinceridad y de alegría, que me brinda esa persona que me toma
de las manos y me mira con sus ojos de estrella, repletos de deseos,
hambrientos de vínculos trascendentales. Por eso, hay momentos en que bailo y
disfruto de tal manera, que no puedo evitar sentir amor por aquella persona que
me da parte de su felicidad.
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