miércoles, 19 de junio de 2013

La Sombra

La Sombra

Era una noche tranquila, demasiado tranquila como para que él tuviera un revolver en su mano, como para que pensara en dejar de existir habiendo tanto silencio, tanta paz, como para que deseara tener una muerte estruendosa y exhibicionista que lo único que causaría seria el repudio de sus vecinos… y tal vez ni eso. ¿Por qué había llegado hasta ese punto? No lo sabía muy bien, realmente no recordaba sus motivos, lo único que importaba era su deseo, contemplar su arma, visionar el más allá, anhelar su inexistencia.

Miraba a través de la ventana, veía las calles completamente vacías, sin gentes que las recorrieran, sin almas en pena que vagaran por ellas. Que sensación tan extraña era que por primera vez en su vida la soledad lo atacara desde lejos, que le quitara desde el bullicio de los borrachos hasta el sonido de los carros destartalados que pasaban por su cuadra, dejándolo así completamente solo, sin distracciones.

Volvió la vista hacia su cuarto, se dirigió hacia su cama y se sentó con desgano, agacho la cabeza y vio su arma una vez más, “¡Que bella luces!” exclamo, y entonces, se puso de pie súbitamente  con una alegría incontenible, sintiendo el orgullo que salió a relucir de solo pensar en pegarse un tiro con ese revolver, con un arma de tal calibre, ¡Eso si era morir con estilo! No como otros desafortunados que morían a gatillazos de baratijas que no costaban  ni 3 peniques, “pobre idiotas, sin suerte y sin fortuna” pensaba él, y pensando en ello recordó que esa era la ironía de su vida, de que era él el idiota que no tenía ni suerte ni fortuna, así que rápidamente se le paso el furor de creerse el dueño del mundo para dejarse consumir nuevamente por la depresión.

Sentado nuevamente en su cama, reflexiono profundamente sobre su trágica situación, se devano los sesos pensando en su porqué, y luego de un largo rato de no dar con nada, en medio de su desesperación, alzo la cabeza para ver su entorno una vez más, tratando con ello de encontrar una respuesta a esa duda fatal.

Empezó por ver cada uno de sus portarretratos cuyas fotos no podía reconocer, por más que intentaba no podía distinguir ninguna de las personas en ellas ni los parajes donde habían sido tomadas, y curiosamente, no podía distinguir ni su propio rostro, “¿Por qué?¿Por qué ya no recuerdo ni mi figura?” se preguntaba desconcertado. Se levanto y se acerco a un gran espejo que había en su cuarto, pensando que con ello resolvería esa momentánea duda sobre su persona, pero para su sorpresa, el hombre que veía en el reflejo no le era ni familiar, ¿Ese era él? ¿Así era? Ya no podía saberlo. Se sintió desplazado por sus propias memorias, olvidado por sí mismo.

Después, se arrastro por el suelo para buscar algo que le ayudara a resolver su nueva incógnita. Encontró muchas cosas en el piso: libros con portadas desfiguradas, irreconocibles, papeles llenos de letras que parecían garabatos de niño, llenos de expresiones ilegibles, y al no poder entender nada de lo que había en esos textos se sintió estúpido, estúpido por haberse olvidado hasta de leer, pero no alcanzaba a imaginar que era realmente de lo que se había olvidado y aquello lo descubriría en unos instantes.

Largas horas paso buscando pistas sobre su situación pero la resignación logro alcanzarlo, aplacando su deseo de vivir, disminuyendo la luz de su esperanza. Dejando a un lado esa inquietud que postergo lo inevitable, pensó en que mas podía hacer antes de volver a contemplar la idea de morir, porque, si bien era una persona muy creyente, de solo pensar en que el más allá le privara de ciertos gustos terrenales le disgustaba en sobre medida, así que quería disfrutar de lo último que pudiera antes de que se lo quitasen.
Comenzó por poner uno de sus discos favoritos de tangos pues era posible que a Chuchito no le gustasen entonces era mejor prevenir. Canto a todo pulmón los grandes clásicos, desde “Balada para mi muerte” hasta “Por una cabeza”, y fue “Por una cabeza” la que mejor le sonó en medio de sus gritos desaforados. Luego paso a las milongas y se quedo con “Nostalgias”, repitiéndola tantas veces que hasta su propio compositor se hubiera pegado un tiro del aburrimiento.

Escucho mucha música, toda la que pudo hasta que se sintió satisfecho. Cuando termino la última canción, cogió un cuaderno y se sentó a escribir, a escribir poemas malos, de versos fáciles, él sabía que de escritor no tenía ni un pelo pero lo hacía solo para variar porque, como usted sabrá, uno no se pega un tiro todos los días. Escribió muchos poemas, ¡parecían centenares! De todos ellos recuerdo el fragmento de uno en especial, que decía más o menos así:

“Dame, amor, tu cariño a distancia
Para hacerme idea de tú ausencia
Y aunque tacita parezca tú presencia
Tu falta se me ha vuelto intolerancia”

Ese verso expresaba un agridulce sentimiento del cual fue víctima, hablaba de un amor que sufrió en sus años juveniles y del que ahora no recordaba nada. Termino de escribir sintiéndose satisfecho, sintiendo que había completado satisfactoriamente su tarea, la de hacer el ridículo antes de no poder hacerlo más.

No se le ocurría nada, no sabía que mas podía hacer antes de morir, termino por pensar que era un hombre que disfrutaba de las cosas simples de la vida y que no necesitaba más, así que se dirigió a su escritorio para tomar su arma y pegarse el tiro lo más pronto posible, porque era lo más simple que podía hacer en ese momento.  Cerró los ojos con mucha fuerza y empezó a llorar, pidió perdón a Dios y se dispuso a halar del gatillo. Cuando lo halo hubo un ruido seco, diminuto, nada rimbombante la verdad, lo que significaba solo una cosa: Se le había olvidado cargar el arma. Se sintió tan tonto que empezó a reír en medio de su llanto, había que comprenderlo, ¡era la primera vez que se suicidaba!. Fue y cargo el arma, volvió a cerrar los ojos, a llorar, a pedirle perdón a Dios, y fue allí, cuando se dispuso a halar del gatillo, que ocurrió lo inesperado.

La puerta de su habitación se abrió lentamente y la luz del pasillo empezó a llenar cada uno de sus rincones. Cuando la luz la cubrió completamente, él pareció desvanecerse, dejando un rastro de tinta negra en el suelo. En ese momento, entro por la puerta un hombre igual a él pero que tenía varias cosas que lo diferenciaban: no tenía ningún arma, ni depresión, ni deseos de morir. Aquel hombre se sentó en la cama y algo curioso ocurrió: como si fuera magia, el charco de tinta tomo la forma de ese hombre, convirtiéndose en una extensión de él. ¿Qué será de nuestras sombras cuando las dejamos a su suerte? De eso algo ya sabemos.  

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